Catequesis en Roma del Cardenal Lacunza

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Catequesis en Roma del Cardenal Lacunza

Un recetario de cocina del siglo XI decía: “no hay buena comida sin vino, ni buen sermón sin Agustino”. Así que encontrarán en mi catequesis algunas salpicaduras de Agustín.

 

¿Y qué es la misericordia sino cierta compasión de nuestro corazón por la miseria ajena, que nos fuerza a socorrerle si está en nuestra mano? Este movimiento está subordinado a la razón si se ofrece la misericordia de tal modo que se observe la justicia, ya sea socorriendo al necesitado, ya perdonando al arrepentido” (CD 9,5).

 

¿Qué es la misericordia? No otra cosa sino una cierta miseria contraída en el corazón”… “Se habla de misericordia cuando la miseria ajena toca y sacude tu corazón” (S 358A,1).

 

  • Ministro de la misericordia: No cabe duda de que los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación son, por antonomasia, los sacramentos de la misericordia. Y son los sacramentos que expresan e identifican la misión y el ministerio sacerdotal.

 

La vocación al sacerdocio es una vocación de misericordia. En efecto, toda vocación nace de la misericordia de Dios, y está llamada a manifestar esa misericordia. Esta es la experiencia primera que el sacerdote ha vivido: Dios le ha amado, y su elección se debe no a méritos o cualidades personales, sino que es pura gracia y don. ¡El sacerdocio ha nacido de la eterna misericordia de Dios! La donación de la gracia de Dios recibida por el sacerdote el día de su ordenación ha brotado del costado abierto de Cristo (Cf. Juan 19,34).

 

Por misericordia, el sacerdote es tomado «de entre los hombres» y, por su propia fragilidad, «puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza» (Cf. Hebreos 5, 1-2).

 

Los sacerdotes, los obispos y el Papa, somos elegidos por misericordia, y llamados a ser testigos de la misericordia de Dios experimentada en nuestra propia vida. De ahí que el Papa Francisco eligió como lema de su pontificado la frase: “Miserando atque eligendo” (Lo miró con misericordia y lo eligió), que evoca el pasaje de la vocación de Mateo, cuando, sentado a la mesa de recaudación de impuestos, es llamado por Jesús a seguirlo.

 

La misericordia y el amor que el sacerdote ha recibido de Dios, no es solamente una consolación privada, personal, es para consolar a los otros, a los cercanos y a los alejados. Haber sido llamados de una forma particular por Jesús ha significado conocer su amor, un amor que transforma, sí, pero que también debe transformar a los demás.

 

  • Necesitado de misericordia: “Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano”. (San Agustín Sermón 340, 1). Estas palabras que el Santo Obispo de Hipona dirigía a sus fieles en el aniversario de su ordenación episcopal, me hacen pensar en el sacerdote en su condición de ministro de la misericordia necesitado de misericordia. Parafraseando al santo de Hipona, podríamos decir: para vosotros soy confesor, con vosotros soy penitente.

 

Somos ciertamente ministros de la misericordia, pero no somos la fuente de la misericordia, a penas un canal que, en la medida que deja pasar el torrente de misericordia del Padre, debe ser impregnado de la misma, como la roca a través de la cual corre el agua. Es decir, somos, a la vez, confesores y penitentes. Y me atrevería a decir más: sólo seremos buenos confesores en la medida en que seamos buenos penitentes porque sólo el que experimenta la misericordia es capaz de sentir la necesidad de la misericordia de sus hermanos.

 

En ese sentido, la falta de disponibilidad de algunos sacerdotes para atender el sacramento de la reconciliación me hace pensar que no se debe tanto a la falta de tiempo o la pesadez del mismo, sino a la propia desidia en aceptar su propia necesidad de misericordia. Cuando yo era estudiante después del noviciado, estoy hablando de la segunda mitad de los años ’60, vino a darnos los retiros espirituales anuales un Padre Jesuita, apellidado Francés. Entre nosotros, estaba la norma de que todas los viernes, al toque de campana, todos bajábamos a la capilla para la confesión. A raíz del Concilio, algunos, so capa de la libertad de conciencia, comenzaron a cuestionar el hecho y hubo quien se atrevió a acudir al Director de los Ejercicios a preguntarle sí eso estaba bien o había que respetar la conciencia de cada uno. Lógicamente, el P. Francés respondió que había que respetar la conciencia de cada cual. Así que más de uno se frotaba las manos y proclamaba que la regla era obsoleta. No obstante, hubo quien no se quedó del todo satisfecho con la interpretación y acudió donde el Director a profundizar el tema. El P. Director volvió a insistir en que había que respetar la conciencia y que cada uno debía confesarse cuando tuviera necesidad. El consultante insistió y le preguntó: “Padre, ¿usted cada cuánto se confiesa?” ¡¡¡Sorpresa!!! El Padre le contestó: “Dos o tres veces por semana”.

 

Quizás sea muy atrevido de mi parte, pero creo que, para nosotros, sacerdotes, el principal fruto de este año jubilar no puede quedarse sólo en la recuperación de tiempos y espacios para administrar el sacramento de la Reconciliación, ¡¡¡que ya sería mucho!!!, sino en recuperar la conciencia y la práctica habitual de la confesión, como parte de nuestro caminar espiritual.

 

Porque, como decía San Agustín: “Desdeñada la confesión, no habrá lugar para la misericordia. Si tú te haces defensor de tu pecado ¿cómo será Dios libertador? Para que Él sea libertador, sé tú acusador” (CS 68,1,19). Y añade en otro lugar: “¡Cuán cerca está la misericordia de Dios de quien se confiesa! No está lejos Dios de los contritos de corazón” (S 112A,5).

 

El Papa Francisco, en la Bula ‘Misericordiae Vultus’, con la que convocó el Año Santo de la Misericordia, dice: «nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca nos olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva”.

 

  • “In persona Christi Capitis”: Se dice en el argot teológico que el sacerdote actúa “in persona Christi Capitis”. Qué significa eso? El Papa Benedicto lo explicaba así: “Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis —en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también las consecuencias que derivan de la tarea de representar al Señor […] es necesario aclarar ante todo lo que se entiende por «representar». El sacerdote representa a Cristo. ¿Qué quiere decir «representar» a alguien? En el lenguaje común generalmente quiere decir recibir una delegación de una persona para estar presente en su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente; al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección, que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.

 

Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presencia del Señor, y la absolución de los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza estos gestos.” (Benedicto XVI, Audiencia General, 14 de abril de 2010)

 

Y lo dicho por el Papa Benedicto vale tanto para la acción sacramental como para la presencia pastoral vital. Jesús no mostró e hizo visible la misericordia sólo en sus palabras ni tampoco sólo en los momentos supremos de su ministerio sino en el día a día, en el cara a cara con la gente, en el escuchar y en el acoger. No basta, por ello, que el sacerdote esté disponible para celebrar los sacramentos de la misericordia, ni tampoco basta que sea un receptor asiduo de los mismos, es necesario que esté atento, con los ojos y oídos abiertos para ser, como Jesús, los brazos y las manos extendidas del Padre que abrazan, acarician, consuelan, sanan a sus hijos más débiles.

 

Sobre el altar está el Cuerpo de Cristo entregado.  Somos en Él, cuerpo, vida entregada a Dios Padre.  Sobre el altar está la Sangre de Cristo derramada. Somos en Él, sangre derramada, vida entregada.  Como Cristo, con el propósito de Cristo.  Somos Cristo.  Nunca lo sabemos más ni mejor que en la Eucaristía, “mi Cuerpo entregado por ustedes”, “mi sangre derramada por muchos para el perdón de los pecados

 

Lo dicho, citando algunos párrafos de la Evangelii gaudium (197 – 200), tiene una implicaciones prácticas muy concretas:

 

Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica.” Pero el Papa nos advierte de algunos peligros: “Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el otro «considerándolo como uno consigo»”. Y, para los que están tentados de pensar en una mera evangelización angelical, añade: “Sin la opción preferencial por los más pobres, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día»”. Lo cual no significa un abandono de la vida espiritual: “la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria.” (EG 197 – 200)

 

  • María, icono de la misericordia: invocamos a María como “Madre de misericordia”. Y sin duda lo es, porque de ella ha nacido Jesús, misericordia visible del invisible Dios misericordioso. Y, como decía San Juan Pablo II: “María, de un modo totalmente singular y extraordinario –como nadie más- conoció la misericordia…, habiendo experimentado la misericordia de manera extraordinaria” (DM…)

 

Pero en María la misericordia no es una cualidad o virtud pasiva, una simple derivación personal de su maternidad divina. María no sólo engendra y da a luz a la Misericordia hecha carne, sino que Ella misma, en su vida y actitudes, hace visible lo que ha engendrado. Por un lado, Ella se reconoce fruto de la misericordia de Dios: alaba a Dios en el magnificat “porque ha mirado la humillación de su sierva” y, a la vez, resume la obra salvadora que se ha iniciado en su seno como la fidelidad de Dios a su alianza con los Padres “cuya misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. Así podríamos llamarla “profetisa que ensalza la misericordia de Dios”.

 

Además, María, en su visita presurosa a su prima Isabel y en las bodas de Caná de Galilea, encarna al perfecto discípulo que está siempre atento a las necesidades de los demás y deja a un lado honores y privilegios para atenderles. A pesar de ser la Madre del Dios encarnado, no “se le caen los anillos” para servir a su prima ni para acudir en ayuda de una parejita despistada o poco previsora.

 

Para terminar, reproduzco las palabras con que el Santo Padre Benedicto XVI se dirigía durante el Año sacerdotal a los confesores, indicando a todos y cada uno la importancia y la consiguiente urgencia apostólica de redescubrir el Sacramento de la Reconciliación, tanto en calidad de penitentes, como en calidad de ministros:

 

«Es preciso volver al confesionario, como lugar en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía